Sunday, April 03, 2005
posted by marquiroga at 2:51 PM


Y fuimos a Plaza San Pedro, porque èl lo merecía, porque era nuestra manera (humilde) de darle las gracias.

Al llegar nos cruzamos con muchos que habían ya dado su homenaje, pero éramos también muchos los que nos acercábamos. Así fue todo el día, un constante ir y venir de familias, de ancianos y principalmente de jóvenes que, más allá de alguna lágrima, buscábamos dar un saludo de una manera especial, demostrando la gran admiración por alguien que se mostró, desde el inicio, como una persona más, dejando de lado algunos protocolos.

Después de pasar las columnas de Bernini (las que cierran en círculo la plaza) nuestras miradas subieron, imitando a otras miles de miradas, en dirección a la ventana que él habia hecho suya. Y estuvimos con la mirada fijas por minutos, sin decir una palabra, como esperando una aparición milagrosa, un gesto de todos los que desde hace unos días se acercan a San Pedro. Esa ventana, que hasta ayer significaba una esperanza, hoy era un símbolo.

San Pedro tenía banderas de todos los colores, personas de todas las razas, y de distintas religiones. Las banderas sirvieron para unir y empezar alguna oración (casi siempre un rosario), y así, caminando, encontramos grupos que pregaban en decenas de lenguas diferentes, personas no creyentes o no católicas que también participaban, altares improvisados, velas encendidas, flores. Padres que explicaban a sus pequeños hijos que Juan Pablo II no estaba más.

Los más jóvenes se adueñaron del protagonismo de la despedida, con guitarras, cantos, cadenas humanas con la fuerza de seguir con el mensaje que dejó.

Entre las charlas improvisadas, muchos coincidimos en lo mismo: esto no era un adiós normal, sino una fiesta "especial", de reconocimiento y de amor.


Un adiós conmovedor, el adiós que Juan Pablo II hubiera soñado.

* Testimonio en La Voz del Interior, Córdoba, Argentina

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